HISTORIA: JOSÉ ANTONIO GURREA C. /LALUPA.MX

FOTOS: RICARDO ARELLANO/LALUPA.MX

San Francisco del Rincón, Gto.- Don Agustín Valdivia tiene 94 años, pero cuando narra sus andanzas en la guerra de Corea parece el chiquillo veinteañero que en 1952 arribó al puerto de Incheon —luego de una escala en Yokohama, Japón— para participar en aquel conflicto bélico que se desarrolló en la peninsula coreana entre 1950 y 1953, y que dejó entre cuatro y seis millones de muertes civiles y militares.

Hijo de las primeras grandes oleadas de migrantes de México a Estados Unidos ocurridas a partir de la Revolución Mexicana, cuando cruzar la frontera no significaba arriesgar la vida, don Agustín nació el 18 de marzo de 1930 en Detroit, Michigan. En su caso, el azar se convierte en un poderoso factor que determina su lugar de nacimiento.

“Muy joven, mi padre se fue de migrante. En ese tiempo (las primeras dos décadas del siglo pasado) se pagaban cinco centavos al cruzar el puente, sin papeles, ni nada de identificación. No se fue solo, se fue con varios familiares a Detroit, y ahí se establecieron. Era un grupo de aquí de San Pancho (San Francisco del Rincón). Ahí también iba Cayetano Rocha, quien, entonces, era el esposo de mi mamá. Ese señor murió en un accidente de tranvía, y todos los amigos hicieron una coperacha para que mi madre fuera a su entierro. Así es como ella se fue y con el tiempo se hizo novia de mi papá. Luego de que se casaron nací yo, y nos venimos a San Pancho”.

Las paradojas de la vida: una muerte prematura, la del primer esposo de su madre, doña Altagracia Romero Flores, se convierte, entonces, en el motor que años más tarde traería a este mundo a don Agustín. Un deceso que genera vida. ¡Qué potente oxímoron!

Don Agustín hace una pausa, da un sorbo a su bebida, y se sumerge en una vida infantil dura, difícil, de muchas carencias, de auténtico nómada: primero, casi recién nacido, la familia deja Detroit y se regresa a radicar a San Pancho. Luego, en 1936 —con Agustín de sólo seis años—, el regreso a Estados Unidos, pero ya no a Michigan, sino a Indiana. Más tarde, en 1939, la vuelta a San Pancho, sin su padre —Ángel Valdivia Balderas—, quien se queda a trabajar en una planta automotriz, en tierras estadounidenses. “De aquí nos cambiamos a San Luis Potosí, porque (en Guanajuato) no había modo de sobrevivir”. Hubo días en que la familia ni para zapatos tenía, se lamenta.

En San Luis Potosí, Agustín y doña Altagracia ponen un puesto de frutas y legumbres, y de ahí obtienen algunos ingresos. Sin embargo, de nuevo hay nubes negras en el horizonte: en Estados Unidos su papá se enferma y le es imposible seguir trabajando (a la postre, don Ángel moriría). Las remesas venidas del norte dejan de llegar. Eso lleva al pequeño a solicitar chamba en una agencia de bicicletas donde aprende rápidamente: “A los 10 años ya sabia desarmar una bicicleta, lavar todas las partes y volverla a armar”.

Pero la vida sedentaria no era para Agustín (“tampoco los bajos salarios”). Años más tarde, ya con 17, el joven conoce a don Francisco, un sui géneris personaje quien traía proyectores de cine, precisamente de Indiana, y los vendía en México para que las rancherías tuvieran su cine. Agustín, quien tenía a todos sus parientes en aquel estado gringo, se fue con él, pese a la inicial oposición de su mamá, y allá vivió una temporada con una prima hermana, sobrina de su papá. Era agosto de 1947.

Al joven Agustín no le fue fácil hallar un empleo, pues a los talleres donde iba le pedían herramienta, y “¿de dónde sacaba el dinero si ya debía el viaje?” Finalmente, uno de sus sobrinos lo llevó a una hojalatería, y ahí, los dueños, alemanes judíos, le dieron trabajo. A partir de ahi, ya no perdió el paso, y cumpliendo los 18 ingresó a una fundición donde llegó a ganar 265 dólares cada dos semanas. “Empecé a enviarle bastante dinero a mi mamá, y también comencé a comprar ropa y a vivir por mi cuenta”.

Cuando Agustín cuenta con 20 años, estalla la guerra de Corea. Han pasado apenas cinco años del término de la Segunda Guerra Mundial, que dejó como saldo 60 millones de muertos, y el mundo nuevamente se encuentra en medio de una conflagración bélica. Esta vez en el marco de una Guerra Fría que de gélida no tiene una pizca, pues a menudo hay muertos y heridos.

El joven Valdivia, quien al cumplir los 18 años había llevado a cabo su servicio militar obligatorio, presenta, con muy buenas notas, un examen en la oficina de servicio selectivo —justo cuando comienzan las hostilidades en el Lejano Oriente— Más tarde, ya incorporado en el ejército (aunque él hubiera preferido la fuerza áerea), lo envían a realizar un entrenamiento militar de 16 semanas y, posteriormente, otras ocho de perfeccionamiento y de liderazgo. Tras estos seis meses, Agustín es notificado: debía reportarse a Oakland, California. Corea se hallaba a la vuelta de la esquina.

Bajo la mirada atenta y amorosa de su esposa Alicia, a don Agustín se le ilumina la cara cuando narra su agitada travesia por el Océano Pacífico a bordo del impresionante Daniel I. Sultan (T-AP-120), un buque de transporte de la Armada de Estados Unidos, nombrado así en honor de este general, quien combatió durante la primera y segunda guerra mundiales.

“Hicimos 11 dias hasta Yokohama, Japón. El día que zarpamos el mar estaba muy agitado, pasamos por abajo del Golden Gate y pensé: ‘¿Cuántos vamos a regresar?’ Ese día vi a muchos llorar, principalmente los que se acababan de despedir de sus familiares, porque nos hicieron una despedida muy bonita, con todo y banda. Ahí se encontraban los padres y familiares de muchos soldados. Yo solito, pues mi mamá estaba en México”.

Precisamente a su mamá —de quien se había ido a despedir a Guanajuato días antes de zarpar de San Francisco— Agustín le escribe de puño y letra un emotivo mensaje detrás de una postal con la foto del Daniel I. Sultan. A ella, para no angustiarla, nunca le dice que va al frente. Con ambigüedad sólo habla del “Lejano Oriente”. El mensaje tiene fecha del 17 de julio de 1952.

Cuando entra de lleno al tema de la guerra, don Agustín inicia su transfomación: primero, se acomoda una cuartelera militar sobre la cabeza. Después, la camisola donde destaca el pájaro de trueno (thunderbird), insignia de la 45ª División de Infantería del Ejército de Estados Unidos. Es sorprendente lo bien conservadas que se encuentran unas prendas que tienen más de 70 años de antigüedad.

“Llegamos a Japón, a Yokohama. Ahí nos dieron armas, el casco metálico y la bayoneta, porque ya llevábamos uniformes. Duramos tres días en llegar a Corea, al puerto de Incheon. Era el principal puerto en ese tiempo. Ahí se desarrolló el más importante frente de batalla”, rememora don Agustín al tiempo que despliega sobre la mesa un mapa de la guerra donde se muestran con detalle las operaciones militares. “Aquí está Incheon, por aquí llegamos”, dice mientras señala con el dedo índice la ubicación de la hoy tercera ciudad más grande de Corea del Sur, sólo después de Seúl y Busan.

Las primeras tres semanas en Incheon transcurrieron entre duros entrenamientos en las montañas que a veces se prolongaban hasta altas horas de la noche. Pasado ese tiempo, llegó el día D. El batallón al que pertenecía don Agustín fue enviado al frente de batalla. Ahí, los norcoreanos los recibieron con un “bautizo de fuego”.

“Llegamos por la noche del entrenamiento y todos al comedor. Ahí nos dieron la noticia: había llegado el día de ir al frente. Al día siguiente, por la noche, partimos. Llegamos hasta cierto punto en camión, y de ahí caminando hacia arriba entre montaña, maleza y ríos en total oscuridad y un sobrecogedor silencio. Yo iba a la retaguardia de mi cuadrilla, cargando además del rifle y de la carrillera de balas, dos cobijas, la mochila. Nos paramos un rato y yo estaba descansando un momento cuando de repente escucho una orden: ‘al suelo’. Como domino todos nos pusimos pecho a tierra y comenzó el bautizo”. De la boca de don Agustín, entonces, comienzan a surgir potentes onomatopeyas que buscan recrear el impactante y ensordecedor sonido de las balas, de las bombas, de los proyectiles, que, sin misericordia, caen sobre él y su cuadrilla : “¡Buuum!, ¡Pam, pam!, ¡Priiiiii, priiiii!”

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https://lalupa.mx/2024/04/04/don-agustin-combatio-en-la-guerra-de-corea-y-vivio-para-contarlo/

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